Velasco, el campesinado y los fantasmas del gamonalismo
El pasado 24 de junio se cumplieron 54 años de la promulgación de la Ley de Reforma Agraria del gobierno militar del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975). Aquella frase “¡Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza!” todavía resuena como un eco en las memorias de los peruanos, tanto como un emotivo recuerdo como una pesadilla traumática, ya sea en las memorias de hijos y nietos de campesinos o de expropietarios de tierras. La reforma agraria peruana expropió alrededor de nueve millones de hectáreas de terreno, eliminó el gran latifundio tradicional y estableció cooperativas y empresas asociativas de campesinos y trabajadores agrícolas en gran parte de los territorios rurales del país. Por lo mencionado, la reforma agraria peruana es conocida por haber sido una de las más radicales de América Latina.
Hoy sabemos que el proceso de transformación agraria no comenzó ni terminó con la reforma agraria de los militares, sino que fue un proceso amplio que abarca desde las tomas de tierras del movimiento campesino en los años cincuenta y sesenta hasta las parcelaciones de la mayoría de cooperativas y nuevas tomas de tierras por parte de comunidades campesinas —que no fueron tomadas en cuenta por la reforma— en los años ochenta. Muchas investigaciones, tanto clásicas como nuevas, han ayudado a comprender mejor esta suerte de revolución democrática agraria lenta y de varias aristas. Sin embargo, es evidente que la profundización de la reforma agraria y el “golpe de gracia” a la oligarquía rural y a la servidumbre ocurrieron durante las reformas velasquistas. En este artículo, quisiera sintetizar los efectos de la reforma agraria y el rol de Velasco, como también los rezagos del gamonalismo que la reforma no pudo sepultar y que pueden apreciarse en sucesos recientes.
La Ley de Reforma Agraria promulgada por el gobierno militar de Velasco en 1969 era la tercera que realizaba el Estado peruano. La primera de estas fue decretada por una junta militar en 1963 y dirigida exclusivamente para la provincia cusqueña de La Convención, mientras que la segunda fue decretada en 1964 por el gobierno civil de Fernando Belaunde, la cual, por cierto, no llegó a solucionar la crisis que atravesaba el agro ni el problema de concentración de tierras. Las reformas agrarias de 1963 y 1964 fueron una respuesta a las ocupaciones de tierras que habían impulsado distintas organizaciones campesinas contra las haciendas en diferentes partes de la región andina. Saturnino Huillca, Hugo Blanco (fallecido recientemente), Carmela Giraldo, Manuel Llamojha, Jesús Soto y Jorge Moya son algunos nombres de los dirigentes de las tomas de tierras realizadas en aquellos años.
Tras el golpe militar de 1968 contra Belaunde, la reforma agraria velasquista se propuso la tarea de apagar el incendio en el campo ante el peligro de una radicalización del movimiento campesino contra el sistema de haciendas. También tuvo entre sus objetivos eliminar el gran latifundio, el trabajo servil y convertir al campesino en un “ciudadano” y propietario de sus tierras, como también industrializar el país en el largo plazo. Después de afectar a los complejos agroindustriales de la costa norte (las haciendas más productivas), esta reforma agraria tuvo distintas fases, desde una tregua con los pequeños y medianos propietarios —por medio del Título IX de la ley— hasta una etapa radical con un mayor número de expropiaciones, apoyo a sindicatos agrícolas y establecimiento masivo de cooperativas. Más allá de evidentes fracasos técnicos de la reforma agraria, tanto las reformas velasquistas como las tomas de tierras campesinas (en oposición o alianza con el gobierno o partidos de izquierda) provocaron la liquidación de la gran propiedad terrateniente y el régimen de servidumbre en el mundo rural: expandieron la ciudadanía al campo.
Velasco —un militar que sintetiza muy bien una generación de oficiales de origen emergente y de orientación nacionalista, reformista y crítica con la oligarquía— aparece en la historia contemporánea peruana como un dirigente bonapartista, carismático y autoritario, en un contexto de rupturas y transformaciones radicales en la sociedad. Su imagen divide las opiniones políticas y las narrativas históricas: generalmente, es recordado con odio por parte de las élites y su gobierno es considerado por la derecha como una dictadura cercana al comunismo; mientras que es recordado por las organizaciones campesinas y obreras como un presidente que luchó por la “justicia social” y su legado es defendido por gran parte de la izquierda (quienes, paradójicamente, fueron en su mayoría opositores a su gobierno). Pero a pesar de la contundencia de las reformas velasquistas y de los movimientos campesinos contra la oligarquía rural y el gamonalismo, el proceso de reforma agraria dejó grietas abiertas en la sociedad peruana que no parecen cerrarse pronto.
Tras la salida de Velasco en 1975 y durante el periodo de contrarreformas dirigido por Morales Bermúdez (1975-1980), un grupo de propietarios en algunas provincias encontró el contexto ideal para recuperar una porción de sus tierras a fines de los años setenta y en los años ochenta, a través de una serie de procedimientos judiciales y por las influencias y contactos que mantenían en las instancias de justicia. Otras élites, en cambio, no necesitaron recuperar tierras, sino que lograron conservar sus estatus y poder político a través de distintos mecanismos, como la educación, cargos públicos, inversión de sus capitales en otros negocios, fiestas tradicionales y otros espacios socioculturales. Estas élites locales sobrevivientes a la reforma agraria también tuvieron que recurrir a viejas prácticas del gamonalismo para seguir justificando su antiguo estatus de patrones o mistis: exagerar los rasgos “señoriales” de sus familias, enfatizar las diferencias con las familias campesinas o “indias”, tratar a las personas fuera de su entorno con características serviles, reforzar el racismo latente.
De esta manera, las luchas campesinas y las reformas velasquistas del siglo XX enterraron las estructuras del gamonalismo, pero no su ideología. La superestructura del régimen oligárquico, es decir, las mentalidades y las relaciones sociales y políticas jerárquicas, se resisten a morir desde las últimas décadas del siglo pasado. Autores como Alberto Flores Galindo, Guillermo Nugent y Cecilia Méndez han analizado esta conexión histórica. Esta “ideología gamonal” es el antecedente y la base del racismo actual. Se nutre de la nostalgia por las jerarquías sociales de las antiguas haciendas, fomenta el “blanqueamiento” cultural y económico, repudia al campesino o migrante provinciano empoderado que exige igualdad de trato y de derechos.
La “ideología gamonal” ha sido la base teórica de las élites y clases medias blancas —al menos consideradas como tal— para rechazar distintos fenómenos de democratización en los últimos años, producidos en parte por diferentes luchas políticas desde abajo, como también por efectos de la expansión del capitalismo, el cual ha generado nuevas clases medias y empresariales “cholas” y de origen campesino.
Pero los fantasmas del gamonalismo afloran aún más en los últimos procesos políticos. Las elecciones del año 2021 revelaron el desprecio de las élites y clases medias (especialmente en Lima, ciudad que quizás concentra los mayores delirios oligárquicos) por los votantes de zonas rurales que apoyaban la victoria de un campesino a la presidencia; un cargo que, según sus criterios, no correspondía a su universo social.
Del mismo modo, el repudio de las clases medias y élites blancas hacia las movilizaciones populares contra el gobierno de Dina Boluarte y el Congreso —compuestas por campesinos, obreros y diversos sectores sociales del interior del país— los llevó a añorar las matanzas de campesinos indígenas en tiempos pasados, como también a reivindicar las prácticas de los gamonales de “horca y cuchillo”. No es difícil encontrar estos discursos, basta con entrar a las redes sociales. Por eso, las luchas políticas actuales, provenientes en gran parte de zonas rurales, cuestionan de forma tajante los remanentes de la ideología gamonal que Velasco y los movimientos campesinos no pudieron enterrar en la historia hace medio siglo.