Marxismo, mercado y democracia
En el manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels fundamentaron la lucha por la justicia social y por la igualdad de derechos sociales y políticos. Estos ideales venían acompañados por una historia de la humanidad que culminaba en el comunismo, donde desaparecería la explotación y se extinguirían las clases sociales. Esa visión se sostenía en dos conceptos que fueron fundamentales: propiedad colectiva de los medios de producción y dictadura del proletariado. Ese paquete programático tuvo una larga influencia y cubrió todo el siglo XIX.
Esas ideas estuvieron en la base de la primera experiencia comunista triunfante, la revolución rusa. Pero, la victoria bolchevique se produjo en medio de una situación extremadamente crítica. Rusia había quedado desolada por dos grandes conflictos: para comenzar la primera guerra mundial y luego la guerra civil contra el poder comunista. Una detrás de otra, generando recesión y hambruna de masas. Para mantenerse en el poder, los bolcheviques necesitaban impulsar la economía y Lenin recurrió al mercado. Su decisión fue sabia porque reflotó la economía rusa durante los años veinte y el comunismo logró pasar una gran prueba. Gracias a la Nueva Economía Política, NEP, durante buena parte de esa década, coexistió el gobierno soviético con la propiedad privada de campesinos, comerciantes y pequeños negociantes.
Stalin interrumpió este proceso. Llegaron las expropiaciones masivas y la formación de granjas estatales, que fueron el preludio del terror soviético. Desde entonces, el comunismo quedó identificado con estatismo y autoritarismo. El mercado murió al mismo tiempo que cesaba la libertad de discusión en el seno de los partidos comunistas. A tal grado que Hanna Arendt interpretó el comunismo como una forma del totalitarismo.
El modelo soviético estaba destinado a durar. En contra de la apuesta fundamental de Marx, el poder no pasó a la clase obrera, sino a una burocracia que hablaba en su nombre. El proletariado no redimió a la humanidad porque su poder fue escamoteado por un partido que se elevó por encima de la gente y un líder que acabó expropiando a ese mismo aparato político. Durante décadas, salvo el anatemizado trotskismo, ser de izquierda significaba estar identificado con la URSS.
A mediados de siglo XX, la revolución china amplió el modelo soviético a una escala gigantesca. Junto a la extensión del comunismo a Europa del Este, más de una tercera parte de la humanidad estaba gobernada por este tipo de regímenes. Durante 25 años China repitió el modelo y sus logros fueron decepcionantes. Las frustraciones provocadas por el industrialismo a marcha forzada generaron grandes conflictos internos en el seno del Partido Comunista Chino, PCCH. La revolución cultural marcó el punto de no retorno, después del cual se hallaba el caos y la derrota del comunismo chino.
En el filo, Deng Xiao Ping reorientó al partido, yendo más allá de las enseñanzas de Mao, al introducir el mercado, mientras en paralelo mantuvo el control político en manos del PCCH. Deng no cedió frente a los devaneos democráticos de otros dirigentes de su tiempo. Los chinos evaluaron que -sin querer- Gorbachov había contribuido con la caída del poder soviético, al introducir apuradamente el sistema democrático, que había disuelto el control del PC sin generar crecimiento económico. En vez de ensayar la vía democrática, Deng decidió modernizar el comunismo abriéndose al mercado.
Se inspiró en la NEP de Lenin y creó un nuevo concepto: el socialismo de mercado. El Estado domina, pero el mercado opera con libertad en una economía mixta y tiene una tarea: generar riqueza. Como sabemos, le ha ido bien. China ha pasado de país pobre a segunda potencia económica mundial; además, también ha funcionado en Vietnam, aunque no ha sido replicada ni en Corea del Norte ni en Cuba.
Gracias a sus logros, el PCCH ha generado un nuevo modelo comunista. La economía es mixta y la política se halla en manos del partido. La nueva legitimidad reposa en la prosperidad y en el orgullo nacional de haber recuperado una posición central en el planeta. Pero, su éxito interno no se traduce en un modelo de exportación. La ambición de China es multipolar y no pretende que el mundo copie lo suyo.
En efecto, en Occidente es imposible que impere un sistema basado en el dominio constitucional del partido comunista. La tradición democrática está enraizada y constituye su principal ventaja competitiva. Eliminarla sería un retroceso histórico. Eso pretende la derecha fundamentalista a escala internacional que ha emprendido una campaña por retroceder al medioevo. Lamentablemente, en el Perú de hoy, esta derecha autoritaria actúa en contubernio con la ultraizquierda conservadora.
Por el contrario, la izquierda democrática necesita recuperar propuestas e ilusiones. Los tiempos son duros en todo el planeta. No hay respuestas fáciles ni certezas concretas por exhibir. Se trata de defender una actitud y tomar posición. Aunque el camino es arduo, su punto de partida se halla en una aspiración del Manifiesto que se reproduce en todas las generaciones: unir políticamente a quienes buscan la igualdad social por encima de todo. Ese fue el sentido de ese texto, fundamentar teóricamente al partido por la igualdad. Asimismo, una segunda idea mantiene vigencia: el enemigo sigue siendo el mismo, se trata del gran capital. Los privilegiados no se rendirán con facilidad y la igualdad implica una lucha, nada será gratuito.
En nuestros días, esa perspectiva se complementa con la doble revolución que ha transformado al socialismo. Se trata de la búsqueda del bien común en democracia y con apertura al mercado. La izquierda latinoamericana incorporó la democracia como valor después de la trágica experiencia de las dictaduras militares y sus crímenes masivos. En el Perú tuvimos nuestra propia experiencia con Sendero que fue enfrentado con terrorismo de Estado especialmente bajo Fujimori. A continuación, la democracia, que inicialmente había sido despreciada como burguesa, adquirió estatus propio en el pensamiento político de las izquierdas latinoamericanas.
La aceptación de la democracia implicó una crisis que costó tiempo para procesar. Incluso no fue total, porque periódicamente reaparecen grupos que prefieren el lenguaje de guerra, aunque ahora no es de clases, sino de razas. Pero, el tema del mercado ha sido digerido con mayor dificultad. Siempre ha sido visto como generador de desigualdades. Peor aún, luego que Fujimori privatizara todo salvo el agua y el aire, toda la izquierda busca fortalecer al Estado. Lógico. El bien común solo puede ser impuesto por un Estado fuerte y eficiente. No como este remedo que tenemos hoy día: impotente y abusivo. El Estado nacional y popular es la gran promesa incumplida en 200 años de historia republicana.
Pero, al pensar en las tareas de ese Estado surge la constatación que nuestra sociedad está compuesta fundamentalmente por informales. Aquí la industrialización fue un fracaso y no hay grandes industrias, salvo las extractivas y algunos monopolios dueños del mercado interno. En un país de este tipo, el Estado debe ganarse su puesto colaborando con crecimiento, equidad y pequeña propiedad. Ganará quién diseñe el Estado que requiere este país para prosperar. La pequeña propiedad y el mercado han de ser parte de nuestro camino nacional al socialismo.
Desde esta postura es necesario abrir un debate de ideas sobre el derrotero político de la izquierda democrática, que no puede acabar encerrada en los conceptos de quienes le tienen temor y la llaman “caviar”. Una reflexión sobre los principios ayudaría a ponerla en marcha.