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Entre la construcción de una transición democrática y la caída acelerada al autoritarismo

Sorprendidos por la fuerza de las movilizaciones, en algunas de las cuáles se produjeron y sucedieron innegables y condenables actos de violencia y vandalismo llevados adelante por sectores vinculados a las economías ilegales y a minúsculos grupos radicales, desde el Ejecutivo y buena parte de la clase política, se pasó de la descalificación fácil y el terruqueo de las protestas crecientes, a la declaración del estado de emergencia y la represión violenta de la policía y las FFAA. Más de 60 muertos después

El torpe intento de golpe de Estado del desesperado Pedro Castillo, mala imitación del que diera Alberto Fujimori en 1992, evidenció el deterioro total de la democracia en el país. Su vaciamiento de contenido de larga data, el imperio del patrimonialismo y el clientelismo en la política -a los que no fue ajeno el ex mandatario-, la profundización de desigualdades y exclusiones tan antiguas como nuestra historia republicana y la multiplicación de la corrupción, terminaron por erosionar significativamente el régimen político, aumentando exponencialmente los distintos malestares de nuestra sociedad, acicateados y desnudados por si aún fuera necesario, por la pandemia del COVID 19.

Dos décadas después de iniciada la transición democrática y el ciclo de alto crecimiento económico nos descubrimos como el país con la mayor tasa de mortalidad en el mundo, constatamos el desplome de nuestro Estado débil y precario y vivimos los costos de la informalidad. Asistimos una vez más a la incapacidad de nuestra clase política, descubriendo cómo en una sociedad marcada por la pérdida de sus formas sociales y de la cohesión básica, las/los individuos enfrentan, en las distintas relaciones que tienen -formales, informales o ilegales-, una falta de aquellas por lo que se convierten en juegos constantes entre grandes desigualdades de poder, sin encontrar en el corto plazo ni fuerza política, ni capacidad de agencia en la sociedad para establecer un curso compartido. La crisis de nuestra democracia está en relación directa con la crisis general de nuestro Estado. Pero también con los grandes problemas de una sociedad que evidencia importantes niveles de desigualdad, fragmentación, dispersión y heterogeneidad, sin dejar de buscar los canales para sus demandas.

Nuestra historia, cada vez más marcada por la imprevisibilidad vio cómo las elecciones del 2021 aumentaron el volumen de las sorpresas y la perplejidad. El triunfo de Castillo no lo previeron ni sus promotores; la multiplicación de listas de la derecha y la suma de discursos primitivos que enarbolaron, tampoco. Su discurso contra el modelo económico y la campaña desatada por la derecha desde el inicio de la segunda vuelta electoral, hacían impensable que desde el primer momento su gobierno fuera uno de continuidad en la visión patrimonial del poder, en el privilegio y el pago de favores a los círculos inmediatos del mandatario y en la relación clientelar e instrumental con la gente, que caracterizan buena parte de nuestra historia republicana. Que las/los vacadores de la derecha extrema compartan posiciones con sectores de las izquierdas en materias como el enfoque de género, la centralidad de una forma de familia, la violencia contra la mujer, el aborto, los derechos de la población LGTBIQ+, el medio ambiente y un largo etcétera, expresando la distancia en estas materias de sectores significativos del mundo popular, no deja de sorprender y nos impone la urgencia de revisar conceptos y lecturas del país.

El resultado del golpe fallido, aprovechado inmediatamente por el Congreso, que hasta ese momento veía diluirse su tercer intento de vacancia por no alcanzar los votos necesarios, Instaló legalmente en el gobierno a Dina Boluarte. Su juramentación, desconociendo el carácter de transición de su gobierno y el deseo mayoritario de la ciudadanía para que el Congreso también se vaya en caso de sacar a Castillo, su discurso inicial dirigido a satisfacer al parlamento y a la opinión pública limeña y la composición de su primer gabinete fuertemente tecnocrático, de perfil bajo y encabezado por un premier derechista ignorando los distintos malestares y demandas de la sociedad que la situación avivaba, alimentó la explosión social que se inició poco después.

Aunque la presidenta retrocedió pronto y reconoció que era cabeza formal de una transición, la disputa por la misma, se instaló temprano entre quienes la rechazaban porque pretendían quedarse en el poder -gran parte de los congresistas-, aquellos que demandaban que Castillo vuelva a la presidencia y sectores mayoritarios de la sociedad que exigían acortar los plazos, demandando que se vayan todos. Las movilizaciones, que fueron creciendo en intensidad, se multiplicaron por todo el país (21 regiones) y se convirtieron en las más significativas de los últimos veinte años. Masivas en muchas regiones, especialmente en el sur y centro del país, fueron convocadas por distintas organizaciones, comunidades, gremios, activismos y variadas formas de articulación local, sin mayor coordinación de las unas con las otras y con diversas exigencias, predominando aquellas que exigían la renuncia de Boluarte y los congresistas, el adelanto de elecciones para este año y un camino para consultar una Asamblea Constituyente.

Sorprendidos por la fuerza de las movilizaciones, en algunas de las cuáles se produjeron y sucedieron innegables y condenables actos de violencia y vandalismo llevados adelante por sectores vinculados a las economías ilegales y a minúsculos grupos radicales, desde el Ejecutivo y buena parte de la clase política, se pasó de la descalificación fácil y el terruqueo de las protestas crecientes, a la declaración del estado de emergencia y la represión violenta de la policía y las FFAA. 28 muertos y más de 700 heridos fue el dramático resultado de la ciega respuesta estatal y de las imágenes construidas por buena parte de los medios de comunicación. Que parte de los sucesos más violentos y la represión más brutal y sin sentido se produjeran en Ayacucho es un capítulo más de la tragedia nacional en la que se olvida que toda muerte indigna es germen de hostilidad y resentimientos de larga duración, como lo acredita nuestra historia.

La designación de Alberto Otárola como nuevo premier y de un jefe de la DINI con historial montesinista, así fuera posteriormente corregida por la presión de algunos medios y porque el Ejecutivo necesitaba “aire”, ratificaron la entente Boluarte, Congreso, FFAA, donde la primera es la inquilina más precaria. La aprobación del Congreso del adelanto de elecciones para el 2024 en primera votación, fue, aunque limitada, una victoria de la protesta social y la calle. Sectores mayoritarios de la sociedad hartos del maltrato y la desidia de un Estado siempre centralista y discriminador, de la indiferencia de las élites, de los congresistas, de buena parte de los medios y los políticos, a pesar de su desestructuración y fragmentación, hicieron sentir su voz. Entre la proximidad de las fiestas y esa decisión inicial del Congreso, desde las distintas organizaciones movilizadas, se estableció una tregua hasta inicios de enero.

Aunque la democracia exige que sus políticos obren con prudencia y moderación, el Congreso de la República dejó en claro su agenda hasta las elecciones, construir el orden que necesitan para permanecer en el poder. Esto incluye el recorte de mandato y cambio de las autoridades electorales, la disminución del número de votos para elegir al Defensor o Defensora del Pueblo, la bicameralidad para reelegirse, la búsqueda de destituir y cambiar a más de 12 congresistas en “diálogo” con la Fiscal de la Nación para asegurar los votos que requieren para su intención, sazonado con la reestructuración de las fiscalías que apuntaría a consolidar la criminalización de las protestas y la posibilidad de juzgarlas como terrorismo. Todo ello, combinado con algunas medidas que favorezcan sus intereses y vínculos tanto con la formalidad -exoneraciones tributarias y legislación laboral- como con la informalidad más oscura e incluso la ilegalidad, caso las universidades bamba, los transportistas piratas y la permanente postergación de plazos de formalización para los mineros ilegales. En este escenario, el interés inmediato del Ejecutivo fue lograr el voto de confianza del gabinete, así éste implique su abrazo definitivo con el fujimorismo y las derechas extremas.

En este marco, la paralización indefinida iniciada la primera semana de enero en distintas regiones, resultado de diversas convocatorias, que tenía como demandas más visibles “que se vayan todos” y el adelanto de elecciones para el 2023, empezó tibiamente. Careció de la fuerza para el incendio de la pradera que esperaban algunos pocos y temían otros, pero tampoco fue irrelevante como se pretendía desde el Ejecutivo. Los primeros días se registraron movilizaciones, paros y bloqueos de carreteras en más de 30 provincias de las regiones del sur, además de Ica, Ancash y Ucayali. El rechazo a la visita de Boluarte a Cusco y la torpe marcha por la paz de la Policía Nacional, fueron evidencia inmediata de la falta de lectura gubernamental de la realidad. A diferencia de diciembre, a esta movilización se sumaron muy visiblemente los gremios de campesinos y trabajadores más tradicionales, destacando la masiva participación de los primeros, que en general buscaron controlar cualquier posibilidad de violencia e infiltración. La ausencia de los actores ligados a las economías ilegales fue también visible.

La brutal represión desatada en Puno el 9 de enero, con más de 20 muertos se vio exacerbada por la profundización de la narrativa gubernamental y por la dureza y la irresponsabilidad de las declaraciones presidenciales buscando justificar la violencia estatal y responsabilizando a los protestantes de las muertes mientras el Congreso otorgaba con 73 votos la confianza al gabinete. El aumento de la protesta se hizo indetenible y tras una larga marcha desde distintas regiones del país, la denominada marcha sobre Lima se realizó el 19 de enero. En ese contexto, el autoritarismo gubernamental fue creciendo. La intervención contra la universidad de San Marcos, con la complicidad de su impresentable rectora y el intento de amedrentamiento a la Universidad Nacional de Ingeniería fueron nuevos pasos en la escalada antidemocrática de lsa entente gubernamental.

El fenómeno de la calle, con toda su fragmentación y complejidad, permanece ahí y sigue creciendo no obstante la salida de tanques y el desplazamiento de tropas en distintos territorios del país. A fin de cuentas, durante largos meses, la sociedad “arbitró” mal que bien una crisis que los poderes fueron incapaces de administrar. La gente exige ahora respuestas de distinta naturaleza dadas las brechas y la fragmentación del país y sus territorios, unidas apenas por una línea no por clara, menos nebulosa: elecciones, lo antes posible para que se vayan todos y consulta sobre la conveniencia de una constituyente. No es la continuidad del golpismo de Castillo ni una turbulencia terrorista como señala la narrativa militarista que alimentan algunos medios y sus analistas. Se trata de un estallido desordenado pero con fuerza creciente, que expresa el hartazgo de malestares de larga duración, donde se combinan distintos elementos de los últimos años y desigualdades y exclusiones estructurales.

Nadie espera en el Perú de hoy que la política y el Estado vengan en su rescate. Todo gesto o símbolo que recuerde o represente el desprecio y la opresión, es parte del “que se vayan todos”, que como lo demuestra la historia, no alcanza para resolver la crisis que vivimos. Si el desafío mayor de Castillo fue permanecer en el gobierno, el de Boluarte es ejercerlo en todo el país, particularmente en las zonas “duras” de Puno y el sur andino. La legalidad de su mandato no es igual a legitimidad y ésta no se construye sin convivencia democrática, reto éste que la presidenta definitivamente no está en capacidad de enfrentar sin recurrir a las fuerzas del orden y los estados de emergencia. Seguir creyendo, como lo hace, que le basta con mantener satisfecha a la clase política nacional y combinarlo con una tecnocracia más o menos eficiente, puede calmar, quizá, los miedos de sectores minoritarios de Lima y alimentar su fantasía de gobernabilidad, pero no es respuesta al malestar de aquellos que llevaron al gobierno a Castillo y a ella misma, como su vicepresidenta, menos aún a la indignación más general frente a su sangrienta responsabilidad en las más de 60 muertes a las que ya llegamos al momento de escribir estas líneas.

Las izquierdas desde hace varias décadas pretendemos articular nuestra acción con la construcción de una democracia radical, plena, igualitaria y plebeya. Esa tarea y ese camino puede convertirse en un callejón sin salida por nuestra recurrente incapacidad para conjugar democracia y socialismo y por nuestro afán por encontrar respuestas y caminos inmediatos. Siendo importantes las reformas que le darían algún sentido al adelanto de elecciones, no son suficientes para hacer frente a una crisis tan larga como estructural, que es más grande que todos los actores que aparecen en el escenario. Luego de varios años de enfrentamientos sin fin, todo indica que éste será el año en el que o creamos las condiciones para una verdadera transición democrática, que tomará más tiempo y esfuerzo que las elecciones, o continuamos cayendo aceleradamente en un autoritarismo cada vez menos maquillado y más terrible.

Presionar por la renuncia de Boluarte, el adelanto de las elecciones generales para este año y la consulta sobre la asamblea constituyente no resolverán los problemas del país pero son pasos indispensables para frenar la escalada de la militarización del país, el autoritarismo del gobierno y la represión contra las movilizaciones populares, abriendo el espacio mínimo para un diálogo que es indispensable, así como para construir los instrumentos de los que hoy carecemos, partido, por ejemplo, que son las tareas urgentes de la hora actual. Hacerlo con los nuevos rostros que muestra el país, es un imperativo.