Editorial
Según la última encuesta del Instituto de Estudios Peruanos , la aprobación de Dina Boluarte se encontraba en 8%, mientras que un mayoritario 82% la desaprobaba. La gente percibe que el último año los principales problemas del país crecieron. 81%, 73% y 69% consideran que la inseguridad, la situación económica y la situación política respectivamente, empeoraron los últimos 12 meses. 68% cree que la corrupción también. Ya en diciembre 2023, la confianza en las instituciones mostraba su punto más bajo: la Defensoría no alcanzaba 20%; PJ, Ministerio Público, Contraloría General de la República y GR no pasaban del 13% y los partidos apenas alcanzaban el 2%. La aprobación del Congreso en las encuestas se ubica en 5%, su desaprobación en 90%. No sorprende entonces que 82% considere que sería más conveniente que haya elecciones antes del 2026, opción que es la preferida por todos los segmentos, pero que aumenta fuera de Lima, entre los más jóvenes y en los niveles D/E.
En este escenario, las últimas semanas asistimos a la caída del ex premier Alberto Otárola y la arremetida final contra la Junta Nacional de Justicia, evidenciando sin dudas que estamos frente a una clase política decidida a liquidar las últimas formas y el poco contenido que resta del ejercicio de la democracia y del poder democrático en el país. No por buscar ser “caleta”, Keiko Fujimori deja de ser protagonista central de nuestro drama y sus intereses aparecen en el corazón de la trama reciente.
Los estertores a los que asistimos, se iniciaron a fines de enero con una rápida aparición del presunto enfermo terminal Alberto Fujimori, cortesía de Milagros Leiva, vía Willax. La segunda quincena de febrero irrumpió en un centro comercial y el mismo día, a través de la televisión y su periodista particular, hizo explícitos su papel protagónico en el partido naranja y el vínculo de conveniencia que liga a aquél con la señora Boluarte, además de defender a su socio Montesinos, pensando seguramente en los nuevos juicios que podría afrontar. Los desmentidos de la hija y sus voceros, afectada por su padre una vez más en su ambición presidencial, fueron acompañados del oportuno “descubrimiento” de las condiciones de privilegio en las que se encontraría afrontando sus juicios la ex alcaldesa de Lima.
El tres de marzo pasado, por el mismo programa periodístico de la televisión que “destapó” la denuncia contra Villarán, vimos la muestra de algunas de las costumbres recurrentes del entonces primer ministro Alberto Otárola, -abogado, libretista y vocero de la presidenta-, en ese momento de viaje en Canadá. Una de las diversas beneficiarias de sus afectos, lo puso en situación difícil con las revelaciones de una historia, seguramente parecida a otras ventiladas previamente. La presidenta, presumiblemente alentada por su hermano Nicanor, reaccionó rápidamente, mostrando temprano su disposición a deshacerse de su guardaespaldas, presumiblemente más tranquila, tras la declaración, días atrás, del Alberto original. Otárola, artífice del acuerdo con el fujimorismo que la llevó a palacio, había perdido parte importante de su capital. Su renuncia, volviendo a Lima, seguramente contempló una negociación. El único cambio fue la designación de su reemplazante, defensor de la mandataria y del propio Otárola en la OEA, Gustavo Adrianzén, el mismo que responsabilizó a los manifestantes del estallido social de ser los responsables de las muertes ante la CIDH, repitiendo el estilo que inauguró décadas atrás Martha Chávez. Como es obvio, el ex ollantista Otárola la sacó barata; se fue por un asunto de faldas, antes que por la responsabilidad que comparte con su ex asociada por la represión bárbara que desataron y los muertos y heridos que causaron.
Mientras tanto, el Congreso que blindó a Boluarte y Otárola de toda investigación por su responsabilidad en las protestas, aprobó rápidamente la bicameralidad demandada por Fuerza Popular, abrió la puerta a la reelección inmediata de sus actuales integrantes y exoneró de ese requisito para postular al futuro Senado a todos aquellos que hoy lo componen y son menores de 45 años. Sin ningún debate serio modificaron más de 50 artículos de la Constitución para crear un Senado de origen doble, distrito electoral único y uno por cada departamento, más Lima y Callao. Además de proteger sus intereses, facilitarán el crecimiento del poder político que ya muestran las economías ilegales.
Cerrado ese capítulo, rápidamente se abocaron al momento culminante de su objetivo en esta etapa, la liquidación de la Junta Nacional de Justicia. Con dificultades para obtener los 67 votos que requerían para lograr su meta política, se propusieron como objetivo mínimo la inhabilitación de Inés Tello y Aldo Vásquez. Violando el artículo 100 de la Constitución y de su propio Reglamento, que establecen directamente que los integrantes de la Comisión Permanente no votan, les permitieron hacerlo a partir de una “interpretación auténtica” y aparentemente de un acuerdo anterior, que, de existir, resulta por encima de su sacrosanta carta magna. Fracasados en su primer intento por castigar al segundo de los nombrados, a pesar de la intensa campaña desplegada, y no habiendo alcanzado los votos en el caso de los otros cuatro integrantes -Thornberry, Zavala, Tumialán y De la Haza-, dando un espectáculo deplorable, la mesa directiva aceptó un juego de reconsideraciones, abriendo espacio a las presiones y las cartas bajo la mesa en las que tienen prontuario, para finalmente conseguir la inhabilitación de Vásquez y fracasar en la nueva votación para el caso de De la Haza.
No obstante no haber logrado sus objetivos a plenitud, la coalición autoritaria, claramente liderada en el Congreso por el fujimorismo, ha dado pasos importantes en el control de la Junta. Si esconder bajo la alfombra las declaraciones de Alberto, ratificando su acuerdo con Dina, era necesario para preservar la imagen del liderazgo de Keiko, controlar a la JNJ les resulta indispensable para el control de los entes electorales, asegurar la impunidad de una larga lista de congresistas fujimoristas y sus socios, frenar la acusación y defender a Patricia Benavides, pero especialmente para frenar/anular el juicio contra Keiko Fujimori, su carta electoral para los próximos comicios, no importa si adelantados, como puede ocurrir, o el 2026, como pretenden Dina y su entorno inmediato.
Estamos frente a una clase política que no obstante la opinión mayoritaria en su contra y la fragmentada movilización y protesta social, aparece “estable” en su posición y su impunidad. Distintos argumentos buscan explicar esta situación paradójica. La fragmentación y la heterogeneidad de nuestra sociedad que ha vivido cambios significativos en los últimos años, la crisis de las izquierdas que se agudizó en este siglo y que tiene sus momentos más oscuros en el gobierno de Castillo, la falta de liderazgos sociales y políticos, así como la fuerza lograda por el discurso del “emprendedurismo”, que en su clave neoliberal disfraza su papel excluyente, de pura supervivencia, son algunos señalamientos importantes, aunque parciales. A ellos hay que añadir que el grado de cohesión social es inexistente; hay una alta desconfianza interpersonal, una demanda muy fuerte por servicios básicos y justicia y muy limitado acceso, una desconfianza generalizada en los representantes, los partidos políticos y las instituciones, así como una disposición a la transgresión que afecta la solidaridad. Los niveles de malestar que muestran estas percepciones indican largas y múltiples desigualdades que vivimos, tanto como la desconexión entre el debate político, la política y las demandas de la gente.
Más allá de su innegable importancia y su altísimo costo, la movilización y la protesta, que han disminuido desde julio 2023, no esconden la ya mencionada fragmentación de nuestra sociedad y la dificultad para articular intereses, que se deriva de la misma. Desde entonces se retornó al predominio de demandas sociales. Los factores que permiten entender esta dinámica, a pesar del rechazo mayoritario a la coalición autoritaria en el gobierno, son al menos cuatro: la división sobre la interpretación de la crisis y las soluciones en distintos bloques (reposición de Castillo, adelanto de elecciones y nueva Constitución, adelanto de elecciones); la reducción de la percepción de eficacia de las protesta, los costos de la protesta que se incrementan aún más en un régimen en proceso de autocratización, finalmente, la incertidumbre sobre un futuro que puede ser peor que lo que estamos viviendo con Boluarte, en una percepción bastante extendida.
Hoy no existen organizaciones y movimientos sociales capaces de agregarse, como ocurría en los setenta; tampoco partidos ni políticos con liderazgo para sumar intereses y dirigir, como ocurriera en la Marcha de los Cuatro Suyos. Entre la heterogeneidad de actores siguen destacando aquellos rurales, comuneros, campesinos e indígenas, distantes de las juventudes urbanas, especialmente de las limeñas, y sus formas de convocatoria, movilización y acción que viéramos el 2020. En síntesis, no aparece la formación de una mayoría ni la articulación de una plataforma con capacidad de agencia. La distancia y la desconfianza, también la competencia entre organizaciones nacionales como la CGTP y los actores territoriales, locales y regionales, a pesar de los esfuerzos de las partes, se mantienen desde el primer momento.
Si desde los distintos espacios de acción de la sociedad se observa debilidad y mucha dificultad para confluir -la misma incluye intentos respetables como los de la Plataforma Democrática y la Coalición Ciudadana, entre otros-, así como cierta competencia por el protagonismo, la situación desde la política no es mejor. Las distintas izquierdas aparecen muy centradas en su registro institucional -Nuevo Perú por el Buen Vivir, el Partido de los Trabajadores y Emprendedores y el PC, entre otros-, ajenas a cualquier autocrítica y distantes de las gentes y sus demandas, sin saber como empatar con ellas y construir un nuevo discurso. El centro liberal tampoco encuentra pistas de construcción de una propuesta conjunta; entre el Partido Morado, Justicia (Marisol Pérez Tello y Flor Pablo), Buen Gobierno (Nieto) y Libertad Popular (Cateriano) pulverizarían, con la Izquierda, las opciones democráticas, dejando que 15 ó 20% de votos de extremismos autoritarios y conservadores de derecha (Fuerza Popular o Renovación Popular) o de izquierda (Perú Libre o ANTAURO), entren a la rifa de la segunda vuelta.
Creemos que la democracia a construir en el largo plazo, entendiendo las demandas del estallido social 2022-2023, debe estar referida al desarrollo de la capacidad de la sociedad para construir un contrato social y un régimen de distribución de sus recursos materiales y simbólicos, garantizando mínimos indispensables de bienestar y solidaridad (nivel socioeconómico), derechos y ciudadanía (nivel sociopolítico) y reconocimiento e identidad (nivel sociocultural), mediante la interacción entre sus distintos miembros y los mecanismos de asignación del Estado democrático, el mercado y la sociedad/ comunidad.
Frenar al autoritarismo conservador del fujimorismo y la derecha extrema exige de una coalición democrática más allá de la izquierda, que sea capaz de superar las desconfianzas y gestionar las diferencias que se observan en los distintos esfuerzos en curso, así como de actuar en los varios espacios posibles, -locales, regionales, nacional e internacionales-, sin olvidar la importancia de la calle. ¿Podremos? Demanda pactos de mínimos democráticos. ¿Tenemos propuesta? Exige de bases mínimas para un nuevo contrato social. Llegar a esa coalición desde una perspectiva de izquierda supone simultáneamente la construcción de una organización y un proyecto, su enraizamiento en los territorios del país y respuestas a las necesidades y demandas de la gente. Un desafío que tiene dos tiempos, en los que el mediano plazo empieza hoy.