Desafío juvenil en ciernes: Educación o revolución
El incumplimiento de la promesa de buena educación universal, con equidad, inclusión y valoración de la diversidad, como camino a una vida mejor para los excluidos y los vulnerables, está frustrando expectativas profundas en las familias y -más temprano que tarde- podría generar un estallido social de adolescentes y jóvenes descontentos.
En el bicentenario de la independencia del Perú, alrededor de la mitad de los y las jóvenes de las familias más pobres llegan a los 18 años sin haber completado la educación secundaria. En contraste, más de 80% de quienes pertenecen a familias no pobres culminan la secundaria a esa edad, lo cual muestra que la desigualdad entre pobres y no pobres es uno de los problemas principales de la educación peruana.
Esa misma desigualdad se hace presente también en los niveles de logro de aprendizajes considerados esenciales para la integración a la vida adulta en el mundo contemporáneo, cuando se comparan los desempeños de estudiantes escolarizados de 15 años de distintos estratos socioeconómicos en las pruebas del programa PISA[1], o en la Evaluación Censal de Estudiantes aplicada anualmente por el Ministerio de Educación del Perú a alumnos de segundo año de secundaria.[2] Además, la mayor pobreza de las familias también se asocia con una tasa bastante menor de acceso a la universidad y a otras alternativas de educación post secundaria.
Así, en la tercera década del siglo 21, los mayores desafíos con respecto a la equidad social del sistema educativo peruano están focalizados en la culminación oportuna universal de la educación secundaria, con el logro satisfactorio y con equidad de los aprendizajes relevantes y pertinentes previstos en el Currículo Nacional de la Educación Básica[3], así como en el acceso de todos los interesados al nivel terciario. Si bien estos retos no son nuevos, han adquirido centralidad como problemas públicos en la medida en que el país ha ido logrando tasas elevadas de matrícula en la educación primaria y de tránsito a la secundaria.
En relación con estos desafíos, debemos recordar que el Estado Peruano -bajo presión de los excluidos-, en las últimas décadas ha asumido reiterados compromisos con la educación como derecho fundamental y su realización con buena calidad, equidad e inclusión: la Constitución de 1993 estableció la obligatoriedad de la Educación Secundaria como nivel final de la Educación Básica; en 2002 el Acuerdo Nacional se comprometió a garantizar el acceso universal e irrestricto a una educación integral, pública, gratuita y de calidad; en 2003 la Ley General de Educación garantizó la universalización de la Educación Básica con equidad; el Proyecto Educativo Nacional (PEN) de 2007 al 2021 tuvo como objetivo lograr una educación básica que asegure la igualdad de oportunidades y resultados educativos de la misma calidad para todas las personas; el PEN al 2036 propone eliminar toda forma de segregación y discriminación, garantizando la igualdad de oportunidades de aprendizaje y desarrollo, priorizando la atención a las poblaciones que actualmente se encuentran en mayor desventaja.
Las promesas de una educación para todos y todas con calidad, equidad e inclusión, asumidas por el Estado y organizaciones representativas de la sociedad en las últimas décadas, están relacionadas con la poderosa expectativa de las familias y las comunidades del Perú que -desde mediados del siglo 20 o antes- han percibido a la educación como el principal camino para acceder a mejores condiciones de vida, y en consecuencia han luchado colectiva o individualmente para ofrecer más oportunidades educativas a sus hijos e hijas y a las nuevas generaciones. El empuje y el esfuerzo de las familias y las comunidades explica que el Perú haya logrado uno de los niveles más altos de matrícula escolar en América Latina, pese a que nuestro país tiene una de las tasas más bajas del continente de financiamiento público por alumno. El conflicto actual por la SUNEDU también es expresión del choque entre la enorme presión social por acceso a la matrícula universitaria y el esfuerzo por evitar que la mediocridad de la oferta educativa genere una estafa social de grandes proporciones[4].
En general, y con pocas excepciones, los presupuestos, las políticas públicas reales y la gestión estatal de la educación en las últimas décadas no se alinearon con los compromisos constitucionales, legales y políticos asumidos formalmente por las élites gobernantes, por lo que en gran medida estos instrumentos se mantienen como promesas incumplidas. Los sucesivos gobiernos hasta ahora han limitado el rol del Estado, y han favorecido las dinámicas de mercado, como respuesta a las demandas y expectativas de sectores sociales emergentes, que volvieron la mirada hacia la oferta creciente de escuelas privadas de bajo costo, universidades e institutos con tarifas accesibles, con calidad deleznable y malos resultados, pero con certificación oficial. De otro lado, una parte de las familias que salieron de la pobreza se quedaron en algunas escuelas estatales, pero aportando recursos propios para compensar el insuficiente presupuesto público bajo una modalidad informal de financiamiento compartido[5], logrando leves ventajas sobre el grueso de las instituciones educativas del estado.
El resultado de la inconsecuencia de las políticas públicas y de la preeminencia de dinámicas de mercado es un sistema educativo estatal y privado excluyente, deficiente y profundamente desigual en sus resultados, señalado como uno de los más segregados por niveles socioeconómicos del mundo. Más allá de consideraciones estadísticas o sociológicas, esta realidad de privilegios para pocos y exclusión o mediocridad para muchos, frustra las expectativas de aquellas familias y comunidades que creyeron en la educación y la adoptaron como camino hacia el bienestar y el progreso para sus hijos. De mantenerse este sistema educativo selectivo y segmentado, generador de inequidad, fracaso y decepción en sus aspiraciones de acceso a una vida mejor, incumplida la “promesa de la educación” como vía de progreso personal y familiar, más temprano que tarde muchos miles de adolescentes y jóvenes descontentos provocarán un gran estallido social, como los que produjeron en años recientes en Chile y Colombia. La advertencia -aún implícita- de las nuevas generaciones que aspiran con derecho a una vida distinta, podría ser: “Si no hay buena educación, habrá revolución”. Hacer realidad en el corto plazo una educación universal de buena calidad, con equidad, inclusión, interculturalidad y valoración de la diversidad, podría evitar otro ciclo de violencia social.
[1]El Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés), evalúa el desarrollo de las habilidades y conocimientos de los estudiantes de 15 años a través de tres pruebas principales: lectura, matemáticas y ciencias. La Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) aplica este examen estandarizado cada tres años, desde el año 2000, y en cada una de las aplicaciones profundiza en una de las tres áreas mencionadas. El último informe disponible corresponde al año 2018. [2] La Oficina de Medición de la Calidad de los Aprendizajes del Ministerio de Educación aplicó por última vez la Evaluación Censal de Estudiantes en 2019, incluyendo pruebas de Lectura, Matemática y Ciencia y Tecnología. En 2020 la evaluación fue suspendida por la pandemia y en 2021 se aplicó la Evaluación Virtual de Aprendizaje sólo a estudiantes con acceso a internet y a dispositivos digitales. En 2022 se optó por la aplicación de una Evaluación Muestral. [3] También está pendiente la universalización con equidad de la Educación Inicial, como nivel de la educación obligatoria y como factor asociado a la culminación exitosa de la etapa básica del sistema educativo. [4] El Ministerio de Educación cuenta con la Política Nacional de Educación Superior y Técnico Productiva y la ley aprobada para la implementación de un Viceministerio de Educación Superior para impulsar la educación terciaria de una manera integral. Sin embargo, el gobierno actual no ha promovido su aplicación. [5] Las familias de escuelas estatales no pobres suelen financiar mejoras del local, equipamiento y materiales educativos, personal adicional, fotocopias, implementos deportivos, instrumentos musicales, etc.