A 20 años de Yuyanapaq, la exposición fotográfica de la CVR
Este año cumple 20 años la exposición fotográfica de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), Yuyanapaq: Para recordar. [1] Constituye el primer y más duradero caso de política cultural de memoria en nuestro país. Un lugar de memoria, en un país que parece preferir la negación, la tergiversación y el olvido del pasado reciente de violencia. ¿Qué aprendemos a partir de su caso, para una práctica cultural de izquierda?
La muestra nació como parte de una estrategia comunicacional de la CVR. Criticada por todos los flancos políticos y especialmente por la derecha, y tratada con indiferencia por gran parte de la población, la Comisión necesitaba una manera de transmitir su mensaje y su trabajo al público general. Decidió que la manera de hacerlo era mediante la fotografía, por el valor de verdad que se le sigue otorgando, pese a todas las maneras ya conocidas en que aquella puede mentir. Las fotos debían demostrar el horror y la escala de lo sucedido, más aún, debían enfrentarnos al sufrimiento de las víctimas. Se creía que esa era la única manera de conseguir un consenso mínimo sobre la necesidad de una ‘reconciliación nacional’ y una ‘memoria colectiva’, en un contexto de extrema polarización respecto al tema de la violencia política. Estas serían las bases para la democratización y la construcción de una cultura de paz en Perú.
En realidad, Yuyanapaq tenía una existencia doble. Primero, como una exposición de fotografías albergada inicialmente en una casona en Chorrillos y luego en el piso 6 del Ministerio de la Cultura (hasta la fecha). Segundo, como un archivo virtual de imágenes que circulan por prensa impresa y en internet. Cada forma nos deja lecciones distintas para el pensamiento de la cultura desde la izquierda, hoy.
En cuanto a la exposición, Yuyanapaq, al encarnarse en un lugar físico e institucional, hizo tangible el trabajo de la CVR en investigar y comunicar lo sucedido durante la violencia política, y así hizo contrapeso a los esfuerzos de ciertos sectores por enterrarlo. Además, logra hasta ahora atraer números nada deleznables de visitantes. Lo problemático, desde un punto de vista de izquierda, aparece cuando sopesamos qué ocurre cuando es recorrida por esos visitantes. Desde el texto curatorial y la selección de las fotos, la exposición opera una división bastante tajante entre un ‘nosotros’ y un ‘ellos’. ‘Nosotros’ incluye tanto a los organizadores de la muestra como a sus visitantes. ‘Nosotros’ habitamos el presente, residimos en Lima, y asumimos un deber moral de ‘recordar’ el pasado violento. ¿Cómo? Contemplando imágenes de ‘ellos’. ¿Y ‘ellos’ quiénes son? Las víctimas de la violencia política: personas campesinas, quechuahablantes, racializadas, no-limeñas, que habitan el pasado. De ahí, son pocos los pasos hacia considerar una división de clase entre el ‘nosotros’ y el ‘ellos’. Además, ‘nosotros’ somos agentes de un proceso de ‘memoria’; ‘ellos’ son sus objetos pasivos. Y ‘nosotros’, al visitar la muestra, nos convertimos en humanistas del recordar colectivo, ‘mejores ciudadanos’. A lo mejor sentimos que debemos (¿cómo?) hacer algo (¿qué?) por ‘ellos’.
Claro está que hay muchas otras maneras particulares en que receptores concretos han reaccionado a la exposición; mi punto aquí es analizar la estructura, la posición en la que la forma de la exposición ‘nos’ coloca al recorrerla. Al establecer tal estructura, Yuyanapaq repite la desigualdad social que se manifestó de manera tan brutal en la violencia misma, donde fue el factor que determinaba, casi siempre, quiénes eran los muertos, desaparecidos, heridos, traumados y desplazados, y quiénes eran los observadores. Asimismo, repitió la estructura comunicativa del indigenismo que, como lúcidamente elaboró Antonio Cornejo Polar a partir de un comentario de Mariátegui, constaba de un emisor no-indígena, un código no-indígena (el español), un canal no-indígena (novelas, etc.) y un receptor no-indígena, pero intentaba representar al indígena de tal o cual manera para el bien de ‘la nación’. Es decir, operaba como una inclusión meramente simbólica del sujeto racializado para la construcción de una nación que, en la práctica, lo seguía excluyendo. De la misma manera, la exposición de Yuyanapaq ha funcionado siempre más para un público privilegiado que para un público no-privilegiado, y repitiendo algunas estructuras de exclusión clasistas y colonialistas.
Esto sucede a pesar de que Yuyanapaq fue elaborado con la participación de personas afectadas por la violencia y sus organizaciones. De hecho, muchas de las fotos fueron donadas por ellas. Sin embargo, esta participación era limitada y ocurría como parte de una estructura vertical: eran los y las organizadores de la exposición quienes fijaban sus objetivos, sus mecanismos estéticos y sus contenidos. ¿Podemos imaginar lo que hubiese sido si es que las relaciones sociales de producción de Yuyanapaq hubiesen encarnado los valores de igualdad y democracia en cuyos nombres operaban? ¿Cómo hubiese sido un lugar de memoria donde tenían poder de decisión las asociaciones de personas afectadas por la violencia? ¿Hubiese sido siquiera una muestra de fotografía? Consideremos la carga de clase e identidad cultural que se asocia con la idea de ‘museo’ o ‘exposición’ en un país poscolonial como el nuestro. Consideremos también la lejanía, el ‘aura’ (Benjamin 1935) otorgada a las fotografías al colocarlas en un museo.
No se trata de criticar a los productores de la muestra, que hicieron un gran trabajo en condiciones sociales, económicas y políticas adversas para lograr lo necesario en ese momento: visibilizar y defender el trabajo de la CVR. Como correspondía, además en ese entonces, cuando la violencia era aún muy reciente, tuvieron mucho cuidado de no ‘revictimizar’ al circular imágenes que pudieran resultar traumáticas para las personas retratadas o sus allegados. El punto es más bien que en muchos sentidos, los organizadores canalizaron problemáticas históricas que les excedían, incluyendo la misma manera en que la fotografía, desde sus orígenes, ha sido entendida como herramienta de un proyecto, a la vez científico y estético, de construir, objetivizar y controlar al ‘otro’ en términos de clase, raza y género (Sekula 1981).
Una lección que podemos desprender de esto es la necesidad de cuidarnos de configurar una iniciativa cultural que busca el bien común, a través de representar a ciudadanos menos favorecidos como ‘otros’ pasivos, en lugar de involucrarnos como agentes en el proceso de su producción y recepción. Se hace necesario pensar en formas alternativas. Ahora bien, quizá la otra modalidad de existencia de Yuyanapaq – como un archivo virtual de imágenes disponibles para un amplio público – puede ayudarnos en lo último. Aunque las imágenes son las mismas, la forma en que se encuentran con su público es distinta. Descontextualizadas del discurso curatorial de la muestra, sin estar enmarcadas en un edificio estatal o museo o galería, y disponibles para el copia-y-pega, no operan de la misma manera. La división entre el ‘yo’ y el ‘ellos’, al menos en parte, se diluye, así como la demarcación temporal que conlleva.
Ofrezco un ejemplo. Una de las fotografías paradigmáticas de Yuyanapaq, de la reportera gráfica Vera Lentz, ha sido recientemente reinterpretada por el ilustrador gráfico Álvaro Portales para crear una imagen que sirva como parte de la resistencia colectiva a la dictadura de Dina Boluarte y de protesta ante las masacres que ésta ha perpetruado. La foto de Lentz que le sirve de base es una de las imágenes de Yuyanapaq que ha circulado más en prensa impresa y por internet; de hecho, desde hace años ya no está físicamente presente en el piso 6 del Mincul. Su impacto sigue dándose principalmente a través de lo virtual. Su disponibilidad en internet ha hecho que la imagen sea reapropiable y reutilizable, algo que es impensable cuando se encuentra en una exposición museal.
Portales justamente se reapropia de la imagen y en el contexto de su gráfica, la imagen de Yuyanapaq opera de maneras distintas. El ‘nosotros’ de la imagen se convierte en el de los opositores al régimen actual. No hay ya una división tan tajante con el ‘ellos’ representado. Al colocar el sufrimiento de la víctima como centro de una bandera nacional, la imagen incita no sentimientos humanistas de responsabilidad moral sino de indignación colectiva y protesta ante el Estado. El sujeto representado no está ahí para ser contemplado o recordado, sino para ser embanderado en una confrontación con un poder opresor. El pasado no está dividido del presente, sino que ese blanco-y-negro metido entre el vivo color, más bien indica que el atropello del presente es parte de una larga historia, una historia que debe cambiar.
La gráfica de Portales, diseñada para ser utilizada por todos, rebotó mucho en línea en el contexto de las matanzas, e incluso fue convertida en una banderola llevada a un plantón frente al Ministerio de Cultura. Creo que este ejemplo nos deja con la reflexión de que poner las imágenes a disposición de la gente ofrece oportunidades para su uso crítico y democrático. Esa puede ser una segunda lección a sacar de la trayectoria de Yuyanapaq. Salir de la lógica distante e imponente del museo y hacer de los receptores, co-creadores. Potenciar su creatividad, poner a su disposición, recursos. Cuando abrió Yuyanapaq, el internet no tenía la importancia que tiene hoy. Ahora, la imagen es virtual, apropiable, reutilizable, disponible siempre para ser reubicada y resignificada, y un pensamiento de izquierda del arte y la política cultural, debe ver en eso un potencial.
[1] Escribo este artículo a partir de una investigación más larga que he publicado recientemente: Hibbett, A. (2023). “Las implicancias sociopolíticas de Yuyanapaq. Argumentos, 4(1). https://doi.org/10.46476/ra.v4i1.159